Encontramos en las Escrituras la historia de un personaje muy singular y
enigmático llamado Balaám. Este relato nos advierte que un hombre no solo es peligroso cuando porta un arma sino también cuando siembra ideas, y en este caso en particular, ideas de destrucción. Balaám tenía un don profético pero su codicia lo convirtió en un hombre caído pero con los ojos abiertos. El resumen de su historia es el siguiente:
Balaám fue enviado por el rey de Moab para maldecir al pueblo de Israel
en su marcha hacia Canaán para conquistar la Tierra Prometida. Sin embargo, exhortado por Jehová, bendijo a los hebreos repetidas veces. En su desesperación por percibir la remuneración que el rey de Moab le había prometido por sus servicios, y estando consciente de que “contra Jacob no vale agüero, ni adivinación contra Israel”, Balaám gestó un plan maquiavélico para satisfacer las necesidades de su contratante, sin violar los principios espirituales que lo limitaban en su gestión.
La estrategia de Balaám era sencilla pero eficaz, un verdadero “caballo de
Troya”. Dado que ninguna maldición llega sin causa, Balaám insta a Balaac, rey de Moab, a enviar mujeres de su pueblo a engatusar y seducir el corazón de los hebreos y, una vez conquistados, lograr que estos rindieran culto y adoración a los dioses paganos. Naturalmente, una vez ocurrido el hecho, la ira de Dios se encendió contra la rebeldía de su pueblo, generando la muerte de 24.000 hombres de guerra.
Aquí podemos apreciar el hecho de que la lucha no se libró con espadas ni
lanzas sino con ideas, y en este caso ideas de lujuria. El campo de batalla fue la mente de los líderes del pueblo hebreo.
De esta historia aprendemos que el enemigo no puede traer maldición
sobre nuestras vidas sin razón alguna, pero puede incitarnos con ideas a pecar y así ser expuestos a las consecuencias de nuestro mal proceder.